Entre la textura y la metáfora.

La
novísima producción de Gonzalo González, expuesta en la galería Mácula, viene a
prolongar a la par que enriquecer su discurso artístico, así como ofrecer una
renovada y personalísima obra. en
primavera. dibujos
, una serie de dibujos realizados a partir de grafito, se
resume una buena parte del universo de este creador, pues alterna obras
realizadas en 2010 con otras anteriores; parte de la renovación a partir de un
mismo lenguaje y un cosmos de elementos visuales similares.



Desde
su juventud, este artista del norte de Tenerife, destacó por la plasmación de
un mundo interior rico y en ocasiones atormentado por los sucesos externos.
Partícipe de la llamada Generación de los 70, donde se unieron muchas poéticas
bajo el signo de la modernidad internacional y personal, su arte es
multidisciplinar, pero es en sus característicos dibujos desde donde se puede
acceder al lugar más recóndito de su creación plástica.

González
apuesta por la recreación de una intimidad desnuda, sin piel, de un universo
vegetativo a partir de fibras nerviosas que nadan en una nebulosa de elementos
matéricos oscurecidos, condenados a una vida corporal. El silencio es la
ligazón que articula e interpreta la obra a modo de sinapsis entre las fibras
que generan lugares de comunicación.

Lo
extraordinario en todas sus obras es el hecho de poder bucear en un siempre
complejo y difícil proceso de conocimiento. Y esta fabricación fantasmagórica
del deseo y su existencia supone la aceptación de algo extraordinario que
transgrede los límites para conducirnos a otras fronteras.

La
superficie de los dibujos queda supeditada a la violenta, como comedida,
sacudida del grafito. Auténticos alaridos del tiempo bajo una extraña mezcla de
discreción y ostentación. Observar la obra de Gonzalo González es caer en la
vigilia de la fascinación. Una visión de la primavera crepuscular.



Las
formas alargados, negras y opacas recuerdan a las serpenteantes culebras de
obras como “Mentirillas” o “Paisaje” de 1978 o los incandescentes cuerpos entre
la maleza de la serie “El jardín” de 1981.

¿Por
qué esta obra afecta tan profundamente?
El
poder vampírico de las imágenes junto con un 
sentido sofisticado del dibujo, generan en el espectador un impulso
sostenido, una especie  de empeño
ingobernable que lo lleva a mantener esa capacidad de tensión visual y un alto
grado de concentración, de manera que el sentimiento de fascinación  y extroversión no encuentre límites. Las
imágenes reverberan y encuentran ecos en el camino de su turbulento universo,
restan energía, las transforma y las reintegra en forma de ardor.

Esas
tensiones llegan al límite, a la duda entre la textura y la metáfora, entre
quedarse en la superficie de las formas para describir el poder de lo visible o
ahondar en ellas para rescatar lo oculto, entre la banalidad del procedimiento
y el impacto que provoca en el espectador.

Ese
impacto viene determinado por unos cuerpos de extrañada geometrización que ya
han emergido con anterioridad en la obra de Gonzalo González, en series como
“Paisaje” -1988-, “Pintura” -1989-, “Acantilados” -1989- o “Nocturnos” -1990-,
cuerpos sutil y estratégicamente colocados en la superficie de la obra,
incurren en un shock  e irradian tensión
a toda la superficie.
Es
asombrosa la capacidad del artista de encarnar las cosas, las ideas, la carne,
los sentimientos más complejos, hasta el punto de traspasarnos de tal manera
que acabamos comprendiendo todo aquello que esconden. Toda la afección que las
creó.

La
humedad, la vegetación y la bruma que el calor del sol expande, conforman el
particular escenario del “inferno” de González. En palabras de Heinse, “(…) Un
niño tiene que conocer primero el suelo en el que ha nacido, las plantas, los
animales y los hombres, antes de aprender nada de fuera (…) A partir de la
naturaleza sensible pasa uno luego al mundo espiritual y descubre embelesado a
(…) todos los seres extraordinarios que iluminan esta tierra.”; Gonzalo
González muestra una condición flotante, como entre dos mundos, en el éter de
un estilo ingrávido –y al mismo tiempo contundente- a medio camino entre el
pasado y el futuro. Expresión dramática y ensoñada de la naturaleza, que
devuelve a un estado primigenio, con exiguos vestigios cromáticos, casi
fosilizados.

Es
una naturaleza articulada, aunque no hay lugar real donde ésta se manifieste.
Es una naturaleza introspectiva, abrumadoramente afín a cada ser que palpita,
pero representable sólo por aquellos en contacto con lo intangible de la
existencia para hacernos llegar a la realidad en un extraño clima de
agotamiento y subjetividad. 
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