Temblor y certeza.

Temblor y certeza.

…una flecha oscura que retumbaba en el cielo, vista no desde la cabina de lujo sino desde la tierra.

James Bridle[i].

Temblor y certeza.

Las imágenes que se producen actualmente son sintomáticas, es decir, son manifestaciones de distintas cuestiones que tienen que ver con lo que reflejan de la sociedad, pero también son huellas, memorias y pieles que evidencian una manera de describir y de vivir aunque no sean objetivamente verdaderas. Así, toda imagen es un acto especulativo envuelto en una enunciación de algo que testimonia y a la que se le presupone la capacidad de describir de manera integral nuestra actualidad desde el pasado, el presente y con la noción o certeza de un porvenir. De forma que, si interpretamos así todas las imágenes que nos rodean estamos, ante unos dispositivos que funcionan como salvoconductos que registran y certifican un acontecimiento, un acto a todas luces determinante para la memoria individual y global.

Si nos detenemos en un acontecimiento concreto podremos analizar desde muchas perspectivas las imágenes que produce y la incidencia de las mismas sobre otros eventos temporales. Por ejemplo, en el año 1969 tuvo lugar el primer vuelo del avión Concorde, un artefacto que anunciaba una forma de viajar supersónica, en la que se ahorraba tiempo y se superaba por primera vez en vuelos comerciales la velocidad del sonido. Se trató de un invento que encarnaba la utopía tecnológica de la década de 1960, una muestra de futurismo y de sobreingeniería que resituaba las ideas, incluso actuales, de tiempo y de espacio. Los trayectos cubiertos por este modelo de avión transformaron el concepto de distancia y estableció una polaridad en la noción de viaje sin precedentes. Las imágenes que ofrecían estos aviones dependían de la situación de la persona receptora. Estar dentro del avión y franquear la barrera del sonido a partir de una explosión sónica no tenía mayor efecto que someter al cuerpo a unas temperaturas altísimas, pero todo lo que estaba fuera del aparato, a nivel terrestre se estremecía por el boom ensordecedor. Los cuerpos, las estructuras de edificios o los cristales se veían afectados por este desborde de la física y agente contaminante. En ambos contextos se emitían imágenes y ninguna de ellas describía lo real, ninguna revelaba la historia completa.

A partir de esta polaridad podemos preguntarnos en qué lugar está el gesto producido desde el arte. En términos descarnadamente funcionales y mercantilistas, lo artístico es mal interpretado como una moda, una estetización de los problemas del mundo, como si este fuera un concepto abarcable a niveles geográficos y pudiera dar cuenta de los asuntos importantes para entender las complejas interacciones políticas, económicas, territoriales y ecológicas que se dan. Esta es una comprensión meramente funcional y por tanto reduccionista. Generar pensamiento desde el arte es ponerse en el problema de la especulación sin red de salvación y pensando críticamente el mundo, tanto desde el pasado, como de lo que nos ocupa en el presente o disertando sobre un futuro próximo. De la misma forma que el Concorde era un deseo de trascendencia fallido de la Europa finisecular, descarrilado en su temporalidad, aquí –en esta exposición– se parte de la base de que la necesidad de una búsqueda no debe partir de una idea de éxito, sino desde la posibilidad de lo imprevisible que conlleva todo acontecimiento y que, desde más allá de la posmodernidad, discurre en una necesidad constante de especular sobre la imagen y el territorio de lo global desde una perspectiva situada.

En este sentido, esa “flecha oscura” que atraviesa el cielo proveyó a la red de internet de instantáneas de una potencia poética que albergaba su origen tecnológico, su impacto ambiental y la noción de clase económica. Eran imágenes-síntoma con cierto carácter poético y estándar. Es decir, a partir de una sola imagen se puede discernir sobre su estructura sustentante, su impacto y su significación cultural. Hoy, el cúmulo de estas es de tal envergadura que sitúa el problema en la importancia de pensarlas, de trabajar directamente con ellas o a partir de sus cruces.

Desde el arte, una forma de análisis sobre la imagen se puede situar en pensar tanto su estructura como su origen. Con respecto a esto último, la problemática tiene que ver con el principio originario que en el ámbito de la pintura se cuestiona si la misma es capaz de reproducir una imagen o si la imagen es la que provoca la reproducción de la pintura, como ocurre con el trabajo de Quique Ortiz (Santander, 1988). Artista que traza distintos trabajos que tienen que ver con el impacto de un archivo digital que se vuelve pieza y que, por tanto, adquiere independencia una vez que ha sido sometido al gesto de la interpretación y de la libre capacidad de obrar como expresa Ortiz en sus críticas contra el devenir de la sociedad. Así, mientras él se pregunta sobre el origen, la contradicción y la incertidumbre de objetos voladores y haces de luces en un espacio aéreo o ingrávido, Amaia Bregel (Santander, 1996) indaga en la estructura y se deshace de la primera capa de información para adentrarse en un proceso de desligamiento de los elementos rígidos que sustentan una imagen. Bregel desarrolla una honesta investigación metapictórica que pone la atención en que solo es visible aquello a lo que tenemos libre acceso, quedando velada una gran parte de información. Por lo que, quién o qué muestra –como diría Groys– es el dato central que ofrece transparencia y que deja pasar la luz a través de una pintura que se comporta como el elemento sustentante y no en lo sustentado. La artista evidencia y además expone la estructura, armazones que quizá ya no son capaces de sostener un material pictórico cada vez más independizado y autónomo. Esta forma de señalar la pintura como un material con capacidad de tensión y de mantener unida una estructura que se desmorona se basa en un sistema de aprendizaje que la artista toma de los protocolos pedagógicos de la geometría básica. A partir de la puesta en tensión de esas geometrías mediante la aplicación de la masa pictórica, la artista desarrolla figuras que buscan la ingravidez de la imagen. Así, las imágenes-síntoma de Ortiz y Bregel se encuentran en un estado flotante y celeste, en una dimensión crítica hacia el relato del progreso y sus daños colaterales. Conscientes de que es probable que el peso del material pictórico –que es la imagen desligándose de sus soportes– sea tal que la estructura no sea capaz de aguantar, lo que hacen es precisamente evidenciar este problema.

Esta ingravidez que se plantea como forma de llegar a un análisis de la realidad contemporánea a través de las imágenes, exige desde lo artístico tomar conciencia de las contradicciones y todas las incertidumbres. El Concorde en sus trayectorias obviaba el aspecto terrestre, pero se hacía visible en el suelo debido a sus ondas expansivas, a su polaridad. Quizás es la observación de estas huellas lo que hace posible el reconocimiento del impacto de las consecuencias de problemas del pasado. De hecho, es importante que en el momento actual el anclaje a algo firme sea una urgencia y un acceso sin filtros a la realidad dadas las extraordinarias posibilidades de derrumbe de lo sólido. En los mismos años en los que el avión sobrevolaba el Atlántico, en Siberia el suelo firme de la tundra comenzó a derretirse y a volverse fluido por la subida de las temperaturas. Estos dos datos vierten imágenes antagónicas que están estrechamente relacionadas por la repercusión ecológica que el sistema de movilidad humana representa, aunque sea a pequeña escala, sobre la tundra siberiana; ambas son imágenes-síntoma. Este impacto se traduce en una desconfiguración del terreno y en la necesidad de recartografiar una forma de estar en el mundo que, a día de hoy sabemos que está en la oscuridad.

No podemos prever si el futuro pasa por entender las consecuencias de la creciente fluidez de lo estático o por iluminar y mirar de frente hacia la dirección que nos señala Vicky Kylander (Estocolmo, 1971), cuyo trabajo aporta un mapeo completo y comprometido con el temblor que produce la pérdida de estabilidad. A través de una línea de exploración personal construye una topografía compuesta de marcas que forman en su conjunto una guía, una forma de estar. Esto quiere decir, que lo que sí podemos hacer es dejarnos atravesar por el temblor que produce la pérdida de lo sólido para explorar otras posibilidades de aprehender nuestros entornos y emplazarnos a generar un recorrido personal.

Estos hábitats, marcados necesariamente por la huella, la memoria y la capacidad de archivo de las tecnologías que intentan corresponderse con nuestros propios recuerdos, son siempre el resultado de un filtrado de imágenes de las cuales no sabemos qué estructuras las sustentan o qué complejos mecanismos ideológicos y vitales las hacen latir. La necesidad de anclaje a algo sólido no solo plantea el problema de la búsqueda de algo estable, sino que choca con la realidad de una actualidad que más que nunca no puede predecir el futuro, ni el comportamiento del entorno. El calentamiento global, las desigualdades sociales que provocan conflictos climáticos militarizados o la inestabilidad económica son síntomas de la incapacidad predictiva de la sociedad. Por lo que es necesario volver a preguntarse tanto por la importancia de los discursos que se vertebran desde lo artístico como de la mirada crítica individual, y cómo salir de los  ismos para dar cabida a los debates necesarios. En esta dirección se desarrolla el trabajo de Manuel Diego Sánchez (Madrid, 1993), desde la superposición de imágenes que suenan, vibran y centellean en el temblor de las polaridades que nos rodean hoy y que hablan de nuestro futuro a partir de un archivo de memoria. Su trabajo, como él mismo lo describe, propone al ojo que ve, al ojo que busca algo reconocible, la apertura a su propia lectura de este mapa en un ejercicio de pura especulación. Así, la certeza que aporta el acto de grabar una imagen sobre un soporte es una necesidad que recorre el pasado hasta hoy, pero que probablemente llegará a estar totalmente desleída hasta convertirse solo en luz.


[i] La nueva edad oscura. La tecnología y el fin del mundo.

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