Ángela Bonadíes.
Tomo un atajo que es un salto, una lectura posible que comunique varios caminos en un recorrido. Elijo frases sueltas o ideas en un abecedario que es una clase o son tantas como las letras que lo forman, pero más, porque se suman y multiplican. Las palabras se hacen puentes y péndulos que nos ayudan en cruces y distancias. Gilles Deleuze, uno de los dos autores del pensamiento rizomático, habló sin tregua en el abecedario que le propuso Claire Parnet. Se extendió en conceptos como quien despliega un árbol, unas veces protegiéndonos con la calidez de su sombra, otras veces encandilándonos y quemándonos con la brillante lucidez que traspasa las ramas, como un rayo.
A través de él recordé la pasión que sentí hace miles de años cuando un amigo de la infancia, gran lector y ahora filósofo, ante la pregunta «¿qué lees?» respondió «el diccionario». En ese momento, no sé si mi memoria me defrauda, iba por la «e», que en este caso es elocuente y efectiva, ya que la palabra propuesta a Deleuze para esa letra fue enfance (infancia). El diccionario no es el abecedario pero, claro está, se apega a su orden. Un orden que no deja de ser una realidad posible, una bella promesa, donde una palabra no está al lado de la otra por familiaridad conceptual, sino por secuencia de letras, como cuando ordenan las clases por esta norma: siempre me pregunté qué habría sido de mi vida si en vez de estar en la clase A, me hubiese tocado en suerte la B, C o D. Creo que mi mundo habría girado en otra dirección. En eso perdía el tiempo en aquellos días y hoy también, haciendo preguntas de ese «orden», a la expectativa de obtener algunas respuestas imposibles, buscando conceptos y relaciones en lógicas alfabéticas y numéricas que dibujan un zigzag. Todo para decir que el diccionario es un aparente orden, pero nada más rizomático en su concepción de la secuencia. Quizás me equivoco, pero para mí es una forma de convocar un mundo. Es también el orden que surge en algunos de los trabajos que me interesan, aquellos que, como la canción Construçao de Chico Buarque, se arman y desarman al colocar tijolo por tijolo num desenho mágico. Donde vemos la mano y la idea, la potencia del cambio y el intercambio, que proponen relaciones y sentidos, que lanzan, caen y vuelven a lanzar.
Mi madre es adicta al diccionario y a los juegos de letras, a los crucigramas. Desde que tengo uso de razón se mueve entre las páginas, casi transparentes, cuarteadas en un sepia añejo, de un Pequeño Larousse Ilustrado de 1930. No la he visto dejar de subrayar una palabra en un libro sin salir a buscarla en ese u otro diccionario. Y así fluyen los años y la vida a través de sus manos apergaminadas: un error de construcción gramatical es algo que no consiente. Allí veo una herencia que reivindica la «r» de «resistencia», la letra que le corresponde, sin duda, en el abecedario deleuziano. Porque crear y creer van hermanadas, y suya podría ser la emoción de Deleuze cuando dice que lo más hermoso del mundo es tener relaciones imperceptibles con gente imperceptible. Quiero decir, que todos somos moléculas. Una molécula en una red, una red molecular, sí. En ese fragmento respira la belleza científica del saber y, por ende, del saber lo que «no se sabe» y recurrir al diccionario.
Claire Parnet juega con buscar «Deleuze» en el Petit Larousse Illustré, descubriendo el año de su nacimiento, 1925, el mismo en el que nació mi madre. Parentescos y afectos al vuelo, la «d» convoca el deseo y desear es construir un conjunto íntimamente ligado al delirio. El delirio que nos hace crear y creer, porque no hay arte que no sea una liberación de una potencia de vida y ante todo no hay arte de la muerte.
Deleuze abre un espacio para relacionar, donde se unen ideas, afectos y perceptos. Crea conceptos que amplían el diccionario donde reposará su nombre, haciendo de su vida una duración que potencia y libera otras vidas. Lanza una flecha que cae para que más tarde alguien llegue a recogerla y enviarla a otro lugar. Bien, la creación funciona así.