El final de la partida.

Montaje de 0.20 de Carlos Rivero en la Sala Santo Domingo.
La vida tal y como la expone el artista Carlos Rivero es un
teatro de lo absurdo, algo onírico, un lugar inundado del rumor incesante de la
ilógica soledad del hombre. Cuando nos acercamos a una obra, ya sea una novela,
una escultura, fotografía, etc., el propósito de un creador queda reflejado
casi constantemente en ella; es decir, pocas veces ocurre que una obra esté
totalmente separada de la mano que la imaginó. Lo interesante viene cuando se
detecta esa contaminación que invade de referencias un trabajo. En el caso de
Rivero, y sobre todo en las pinturas que conforman esta muestra, tanto las de
principios de los noventa como las más tardías, se produce un contagio de su
imaginario íntimo y problemático.
Siempre es un placer ver pintura, masticarla y luego
digerirla hasta convertirla en algo que se convierte en un deja vu de algo que no has vivido, pero que es tan cercano como
cuando observamos la levedad de una mota de polvo cayendo frente a una ventana
atravesada por un rayo de sol que te mantiene embelesado. Los personajes que
pueblan esas pinturas tienen una locura en su interior sin lógica ni sentido
aparente, una lucha frente a la ansiedad, lo salvaje del hombre, y la duda
constante de la existencia que se torna en un diálogo repetitivo con uno mismo.
Las obras que componen 0,20, título
que se le da a esta muestra y que refleja la tasa de alcohol idónea para
conseguir un momentáneo estado de felicidad, son sucesos carentes de acción que
se muestran al espectador de forma estática e ilustrativa. Casi como si se
tratara de ideas atrapadas en una casa, en la que no se encuentran a gusto con
el entorno, si no que se destruyen entre sí o flotan en una indeterminada
atmósfera, tan  indefinible como gris.
Como si de personajes de una obra de Beckett se tratara existe en las obra de 0,20 una ansiedad, un estado de
enajenación tremendamente fértil, unas ganas por crear una jugada que conduzca
al final de la partida.
Ese final  nunca se
vislumbra, pero existe como un miedo lacerante e imperceptible. Está ahí, pero
no lo podemos tocar. Las esculturas están ahí, pero no las podemos rozar, se
derriten ante nuestro asombro. Continuamente se funden como un éter resbaladizo
y frío, brotan cabezas humanas y de animal por escondrijos y fisuras de las
figuras de barro. Como en Beckett los personajes que pueblan el imaginario de
Rivero en estas obras han sido expulsados a un mundo que no comprenden.
En la Sala Convento Santo Domingo de La Laguna, Rivero
afirma que las obras que componen esta muestra fueron creadas desde la
infelicidad, lo que es para él un tránsito inevitable y saludable en la vida de
todos.  No es un camino fatuo el del
dolor, es “necesario, útil e inevitable”. El artista descarga proyectiles en
forma de obras íntimas y condensadas que desafían al gusto y lo trasciende de
forma provocativa y brillante. Emprender es el movimiento infinito por el que
apuesta Carlos Rivero que, como figura artística, a su alrededor reproduce un
clima que refuerza los procesos creativos y las conexiones culturales.

Como le ocurre al sirviente Clov  inventado por Beckett,  en 0,20
no podemos sentarnos ni liberarnos del yugo de nuestra percepción. Somos
sirvientes de nuestra forma de ver, ser y afrontar el mundo, sirvientes del
dolor, y dependemos de él.  Con la ayuda
de Carlos Rivero quizá podamos llegar a ver el exterior de esa casa metafórica
que somos todos, y de la que salen cabezas trastornadas, escenas sin ventanas,
retratos imposibles. Toda una carga que soportar hasta llegar al “canto del
cisne”.

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