Supongo que este debe ser el lugar.
Talking heads[1]
La vinculación de la obra del artista Gonzalo González con términos como entorno, paisaje, memoria e imagen es de una complejidad de tal envergadura que su concreción material no se mueve en el terreno de lo encriptado, sino que es la solución decantada de todas las posibilidades que se dan una vez se está al otro lado del umbral de una de sus piezas. A través de un lenguaje sofisticado –en cuanto a la complejidad del desarrollo de su trabajo-, su producción comienza a trazar un mapa con un recorrido basado en el vacío de superficialidades y de superficies deshabitadas de formas, como breves paréntesis en el que el artista se sitúa al lado del/la espectador/a y espera poder compartir las preguntas que él mismo se hace. Este acercamiento innato que como artista ofrece fuera del detritus permanente del discurso contemporáneo del arte, se basa en una conversación sobre la historia de la visualidad y sobre la incapacidad que tenemos de leer la realidad en un sentido literal. González entiende que solo puede interpretarse a través de distintos fragmentos. Así, las relaciones que se establecen con la historia del arte o, como él lo denomina la memoria de la imagen, derivan en una serie de ejercicios de recepción de un orden visual específico que desacraliza y constituye como una trampa al mismo tiempo. Ese pequeño ardid es el que nos coloca frente a una obra que no habla por sí sola, sino que atiende a un contexto y este le devuelve todas las interpretaciones e interacciones.
Todas estas lecturas no las ofrece directamente el artista, él solo se aventura a ofrecer vías llenas de vínculos y referencias que remiten a toda una tradición de imágenes. Poner su obra en valor, en correspondencia con la tradición histórico artística, supone caminar en la dirección que él mimo señala, que no es la única vía, pero sí en la que él se sumerge y en la que busca la compañía de otras manos que, como las suyas, son capaces de explorar más allá del precipicio. Observación y percepción forman parte de todo esto, el silencio y el reposo también. Pero el conocimiento y el reconocimiento en su obra trazan un viaje hacia el interior de la imagen, que en palabras de Ana Moya Pellitero, es el lugar en el que se “vislumbran los mecanismos mentales que acompañan a la creación de un espacio de percepción dentro de ella. A través del análisis de este espacio de percepción se descubre la existencia de un espacio fenomenológico que revela la relación mental del individuo con su espacio existencial […] el papel del poeta, del artista, es trascendente, puesto que descubre en dicho entorno […] espacios transparentes, transformándolos en un espacio existencial”[2].
Espacio e individuo están por tanto estrechamente relacionados y Gonzalo González es consciente de ello. Esta exploración viene dada por la noción de acercamiento entre distintas formas de mirar y la búsqueda de lo común en relación a la percepción. Si hay algo que trasciende la idea de diferencia son las ideas subjetivas que todas/os compartimos, como la idea de horizonte y la de frontera, imaginarios que están conferidos a generalidades. Uno de ellos que tiene que ver con un primer acercamiento visual a buena parte de la producción de dibujo más reciente del artista, y quizá el de carácter más poético, es la forma en que se percibe el color al cerrar los ojos fuertemente en una habitación oscura o justo en el momento en el que una luz deslumbrante es percibida. Lo que vemos, o mejor percibimos, es una especie de color alucinatorio denominado Eigengrau o, en lenguaje hexadecimal #161601 y está vinculado a la memoria retiniana.
El acto de cerrar los ojos radica en despojar a los objetos de su referencialidad objetiva –de su categoría de visualidad- y subrayar su carácter de información extrínseca que se desarrolla en forma de puntos y rayas luminosas en movimiento hasta llegar a un campo de color gris. El ruido visual que rodea a la vida cotidiana, los sucesos históricos y los objetos, invisibilizan y hacen perder la capacidad de interpretar a ciegas la enorme cantidad de información que se nos ofrece, tanto que la verdad sobre las cosas deja de inquietarnos. Es decir, la verdad como velo se autoconstituye como fuente de desconocimiento. El fenómeno Eigengrau forma parte de la imagen-recuerdo (Erinnerungs-bild) a pesar de ser un fenómeno que se cataloga como una alucinación de tipo biológica, fisiológica pero no patológica, nos tomamos la libertad de asimilar el término como una forma de retener la imagen en la obra de Gonzalo González. #16161d es el código de identificación que recibe el color gris intrínseco, tonalidad que se ve o se percibe cuando se abren los ojos en una oscuridad absoluta, pero persiste una amalgama de puntos negros y blancos que se conforman mediante los nervios ópticos en ese fondo gris. A pesar de que el primer pensamiento que nos atraviesa es de negritud, nuestro propio código de adaptación nos engaña, el hecho más importante es que lo que se está percibiendo realmente no se corresponde con una realidad exterior. Nada es totalmente negro y todo es visible por contraste.
En este sentido, muchas de las obras de este artista son muy equidistantes en cuanto a desarrollo, semántica y conceptualización, pero son interesantes en relación al contraste y a la idea de frontera visual, en la que la naturaleza no es exterior sino interior. Está dentro del ojo y una vez este se abre en el territorio vacío del negro, conforma sus elementos a partir de la memoria. Es decir, el artista trae al plano de lo visible, mediante diversos procedimientos, algo que se encontraba en otro rango de visibilidad. Esto supone una fluctuación y un acercamiento a las condiciones esenciales que instituyen la imagen o el acto de ver. La idea de representación por semejanza y convención tiene que ver con la idea de percepción por contraste o de contigüidad física. En series como La elocuencia del muro, se cuestiona la presencia del sujeto como receptor y por tanto, constructor del signo. El sujeto es quien señala con el dedo aquello que quiere ver, lo que quiere sacar a la superficie y por tanto reflotar. Este deseo de que fluctúe y cuelgue suspendido el signo es de donde parte esta serie de imágenes grises con signos flotantes. En la línea entre lo que se ve y lo que se cree ver, hay un lugar que levita en un espacio ominioso, quizá oculto en la profundidad de un océano de significados. La idea de percibir en plena oscuridad es el tema central de esta propuesta que oscila entre lo que de descubrimiento posee el acto de sacar a flote y la apariencia dudosa del signo que se encuentra a la luz. Denominado “adaptación de fondo”, ese reflote tiene que ver directamente con el sentido de hacer emerger de en medio de la oscuridad, por una cuestión de adaptación al medio oscuro o por una acción deliberada de sacar a la luz, cuestiones que pueden tener que ver con el ámbito social, histórico y contemporáneo de los vínculos entre los miembros de una comunidad. Es decir, atiende a la memoria de la colectividad.
Este término que traemos de forma comparativa a este texto, no solo es un efecto físico, también compete a la memoria de lo captado por el ojo que se establece unos segundos como imagen fija. Una luz percibida por el ojo permanece ante él unos instantes y de una forma un tanto fantasmática al cerrarlo, resultado de las señales que envían los nervios ópticos en ausencia de luz. De tal forma que se generan otro tipo de imágenes cercanas a los paisajes de Gonzalo González.
Este encuadre tan subjetivo, no es otra cosa que una cuestión hermanada con la concepción del territorio. El paisaje dentro del papel, la plancha de aluminio o los ensamblados que forman buena parte de la obra del artista, refleja otra forma de tratar la imagen, como un verdadero objeto teórico que Stoichita calificaría de “imágenes que tienen como tema la imagen”. Sin duda la obra de González, no solo la de los últimos años sino la producida durante toda su trayectoria, trata sobre los límites culturales de la imagen, y esta es una representación de la naturaleza y de la naturaleza cultural que se interpreta como una prolongación del espacio. Como si la cuarta pared nunca hubiera sido del todo eliminada y todas las representaciones tuvieran algo de interior: donde hay una pared ausente que se sustituye por la superficie de la imagen[3] plástica.
Cuando la prioridad de un artista es estar a la altura de sí mismo y de su memoria, se establece otro tipo de relación con el acto de crear una pieza. Pues no es un objeto, es la mejor versión de sí mismo que puede ser, desde la honestidad y la elocuencia del gesto. En este sentido, se trata de una realidad interiorizada por el artista que proyecta una forma específica de mirar y de representar el mundo en el que él mismo se asienta. Esto trae a la memoria la forma de representar la naturaleza de la pintura china. En una obra citada por Ana Moya Pellitero del año 1246 del artista Ma Lin Escuchando el viento en los pinos o Escuchando tranquilamente el viento entre los pinos, una pieza de notables dimensiones, se condensa una forma de mirar y representar el paisaje de forma cultural. La pintura de paisaje en China tenía un formato enrollado y la acción de extender la pieza atendía a una forma específica de mirar. En ese acto se desplegaba todo el compendio de planos donde se instalaban los distintos elementos –no muy numerosos- y que permitían leer la imagen desde cualquier punto elegido, escogiendo dónde comenzar y dónde acabar su viaje[4].
En la cultura china los jardines están construidos y organizados mediante una serie de muros blancos que dividen los espacios en diferentes áreas escénicas. Estos muros simulaban la bruma en la pintura de paisaje, por lo que el concepto de naturaleza era una cuestión interior al cuerpo. En el caso de los ermitaños, a quienes se les otorgaba una serie de “poderes creativos de la representación”, si querían dar un paseo, solo necesitaban dibujar el lugar que deseaban visitar sobre el suelo de la cabaña[5]. Y esta operación es la que acomete Gonzalo González en su estudio y en su relación con la naturaleza, pues el espacio de expectación imaginario es más grande que el real. Estos jardines no se recorren como paisaje -Historia-, sino como composición -Pintura-. Así, en la serie Suite, una suerte de melodía objetual inacabada, la idea del tiempo fluye y el espíritu se va desplegando y saltando espacios vacíos entre los distintos fragmentos separados por espacios que recuerdan a los muros blancos del jardín (de un jardín chino). Hacia adentro de las imágenes está la memoria del paisaje compuesto de historia y pintura.
Culturalmente el paisaje es un gesto humano, simple y pequeño, constituido de partes diferenciadas y separadas. El territorio de González, como en este caso, no tiene forma de obra concreta, solo hay fragmentos que van formando una melodía, una suma de encuadres y de ordenaciones que se relacionan entre sí como las partes integrantes de un paisaje sin determinar y siempre en continuada construcción, cuyas imágenes incluso llegan a aportar una experiencia táctil como si de un espacio háptico se tratara.
Esta idea de lo pequeño o de la miniaturización donde el sujeto llega a imaginarse a sí mismo reducido en el espacio de una imagen pequeña o microscópica es relevante. El espacio macro y micro en muchas de las piezas del artista se confunde. Esta cualidad, que en realidad pertenece al ámbito de lo reflexivo, hace que la realidad se ponga más en contacto con los pensamientos y los sentimientos. La naturaleza de Gonzalo González no es representativa de lo externo, sino que son imágenes que van reconstruyendo un mapa mental que expresa memorias, deseos, sueños, anticipaciones y fantasías[6]. La obra de este artista es productora de conciencias duales entre lo reflexivo y lo intuitivo.
Adentrarse en las distintas series del artista es como si experimentáramos ese viaje en el tiempo que Chris Marker formalizó en el film La Jetée (1962), pero es un viaje extraño, no es del todo cómodo porque pasado, presente y futuro se entremezclan, y están atravesados por una forma trascendental: la memoria. Y esta no es ordenada. Algunas imágenes dan contexto a la narración, otras confunden y se comportan como lugares sin salida. Por tanto, si no hay reposo en la observación, difícilmente nos podemos situar delante de una pieza del artista.
En numerosas ocasiones, las imágenes que dan contexto en la obra del artista pertenecen al entorno vegetal y numerosos son sus soportes: escultura, dibujo, pintura,… A través de la mezcla de materiales hay una referencia a la naturaleza como construcción de rememoraciones colectiva. Se trata de posibilitar una mirada introspectiva porque el artista es consciente de la presencia en la actualidad de una crisis de la mirada sobre el territorio y por extensión, una crisis del conocimiento. Debido a esto, en sus piezas tridimensionales, los materiales que las conforman tienen su propia memoria, la del material. Para él, no hay necesidad de romper con nada, pero sí de desdramatizar el conocimiento histórico. Memoria pesada europeizada frente a una memoria más abierta, liviana, transparente, en grises, que incorpora muchos sistemas de lectura. Tal y como sucede con Cy Twombly, González se mueve entre lo clásico y lo contemporáneo, entre dos espacios de memoria, la pesada historia y la efervescencia de lo nuevo. Parte de sus referentes fundamentales son una fuente inequívoca de conocimiento que acerca su obra, se trata de un trabajo que se puede mirar de forma directa, tangencial y transversal tal y como la propia historia se va construyendo.
El proceso creativo del artista refuerza su predisposición a lo natural, su hilo rojo[7] goethiano no solo es la memoria, es también el mundo vegetal fuertemente marcado por las metáforas paisajísticas, literarias, musicales, cinematográficas, en definitiva: simbólicas. Tal y como ocurre con Twonbly, su abstracción espacial en relación al paisaje se da no en relación a un lugar concreto sino a la interpretación del mismo a partir de “un formato totalmente genérico”[8] con un tratamiento atmosférico y un efecto envolvente.
Muchas de las obras que ha realizado en los últimos años Gonzalo González han sido concebidas para ser vistas en conjunto. Las bases culturales sobre las que se asientan son inequívocamente multidisciplinares e hilvanadas mediante un vasto campo de significación que va adquiriendo toda la reelaboración constante de su obra. Las grafías que el artista impone en las diferentes superficies que trata no están inscritas en él sino que se encuentran “apresadas”[9] por él. Es decir, no le pertenecen del todo. Están atrapadas en la memoria del paisaje, en su conciencia de borde, de frontera de pensamiento entre un lugar real y otro construido simbólicamente.
En este sentido, no hay necesidad de traspasar ese borde, se puede saber de su existencia sin sentir la necesidad de atravesarlo, de llegar al filo del precipicio. Porque hay más territorio que escarbar hacia abajo y hacia el interior. Este pensamiento se refiere a la idea de representación de un territorio cultural en sí mismo en el que el mundo vegetal son las figuras/sujetos. No se trata de un paisaje local, ni tan siquiera global, se trata de un paisaje cultural. Si asumimos el paisaje como imagen, “una imagen objetiva nos muestra el entorno en su materialidad empírica. Una imagen poética nos describe un modo de pensar, de ver, de sentir. Ambas nos describen una verdad tanto universal como empírica”[10]. Las imágenes empíricas en la actualidad pertenecen a la era de las tecnologías digitales en la que la manipulación es constante. Sin embargo, son las imágenes poéticas las que todavía contienen algo de universalidad porque representan un mundo “subjetivo-relativo”. El muro de la elocuencia contiene una serie de imágenes que en su multiplicidad generan un “espacio de percepción” propio dentro de ese mundo, donde se despliegan imágenes poéticas que transmiten los valores sensoriales que revelan una información acerca de la temporalidad individual. El espacio de percepción es aquel espacio vivido a través de la imagen[11], que no solo proporciona información visual, sino también una experiencia existencial. El vacío y la dimensión temporal hacen que las imágenes muestren más de lo que visualmente es perceptible. Esta articulación del vacío remite al espacio sin dibujar, es decir, a lo que no está escrito, lo que no se puede ver y nombrar.
Así, la memoria se transforma en algo liviano, un hilo conductor -rojo- que está siempre presente en forma de Eigengrau. Donde música, memoria, vegetación y poesía son campos que no se pueden atrapar sino que solo se pueden sentir, campos en los que hay que dejarse llevar, dejarse ser. Este paisaje que intuimos es un soporte y sería falso percibirlo como la representación del territorio que nos rodea, pues se ha eliminado todo asidero de representación íntima para quedarse con lo puramente global, el espacio. Un territorio en el que el horizonte de Upsala y Bajamar están igualmente presentes, son idénticos en los valores que los constituyen, ambos lugares lo contienen. Representando uno de esos dos horizontes, no hablamos del lugar sino de la idea de límite visual. Tal y como ocurre en la obra de Claudio de Lorena de 1639 Puesta de sol en un puerto, lo relevante no es que se represente un puerto específico, sino el uso de la luz como una fuente directa de irradiación solar. Estas irradiaciones en Gonzalo González son rememoraciones, un viaje por la memoria colectiva que está dotada de la capacidad de guardarse a sí misma. Es decir, en la memoria cultural no hay precipicios -sí representaciones de él-, ni saltos al vacío -aunque sí acercamiento a él-, porque si no se perdería en la memoria la capacidad de volver a traer algo. Rememorar significa agarrar, asirse de nuevo, poner en cuestión al que mira y poder hablar directamente con Claudio de Lorena. De esto se trata cuando hablamos de memoria, de ensamblar trazos y trozos aparentemente inconexos. Desde este punto de vista, la noción de crear como ensamblaje trae el dibujo al primer plano de la discusión. Esto es importante porque el dibujo crea desde el vacío, “desde la luz máxima rascando oscuridades”[12].
Por tanto, la cultura es memoria compartida, melodía representada una y otra vez en distintos estilos y dispositivos como los estándaresmusicales. A través del reconocimiento de una cita en una pieza, se despliega un proceso de descodificación. Todos los elementos que son compartidos a nivel global o de colectividad se van visibilizando desde el interior de la pieza. Por la tanto es el oído metafórico lo que nos ayuda a reconocer, “pues no vemos, sino que reconocemos”[13], es decir, rememoramos constantemente. La obra en González es una puerta que perfora el espacio entre dos estancias y que se coloca como un hiato en el seno del mundo de la cultura[14]. Para él lo más importante no es la obra sino el lugar que esta crea, un espacio abstracto de encuentro con el sujeto que mira que descodifica a través del reconocimiento. Volviendo a la idea de horizonte, como convención, es un espacio común sobre el que pensar -el lugar del consenso-. Entonces, pensemos el horizonte como un lugar subjetivo, como un encuadre cinematográfico que esconde subjetividades detrás de cada imagen. En El espejo de Tarkovsky, la composición a través de la imagen fragmentada, emanada de un recuerdo específico diluido en un marco temporal, lo ejemplifica de forma idónea. La película no se puede leer de forma lineal, sino que hay que atender a cuestiones como la música, el movimiento de cámara, la concatenación de planos, etc. La película maneja la idea de convención pero desde un lugar subjetivo que, en este caso, es la memoria de vida de un sujeto.
Del mismo modo, no se puede leer y recorrer las piezas de una forma lineal, sino como una partitura-montaña con una orografía irregular, colocada en disposiciones no temporales. Esto alude a las distintas direcciones de lecturas que nombrábamos anteriormente y a la multiplicidad de maneras de construir un relato de forma oriental y occidental. Esta fascinación por las formas posibles de lectura recuerda a la pensadora Susan Sontag en su escrito Contra la interpretación, que trata de dejar al margen todas las interpretaciones plausibles de un mismo acontecimiento para ver la historia como una continuidad –quizá por eso en Gonzalo González las series son desarrollos y no piezas específicas y únicas reunidas en un solo objeto-, que se despliegan como los fenómenos lingüísticos, en múltiples direcciones pasando por la controversia y la polisemia en el proceso de afinado.
Evitar que se produzca una fractura demasiado brusca entre este procedimiento y el desarrollo de la pieza una vez esta ha acabado en los sentidos de la persona receptora, manifiesta que la sencillez es lo más cercano a la verdad en la obra del artista. Para él, todas las ramas del arte se pueden aunar en su forma de recepción y percepción sin darle un tratamiento diferente, en sentido estético, a ninguna disciplina pero sí retroalimentando todos y cada uno de los dispositivos que las conforman. De esta forma música y pintura se encuentran muy cercanas. Para Schumann, la estética de un arte es igual a la de otro: únicamente difiere el material[15].
A través de una sincronía especial, las imágenes transmiten transparencia y silencio, como si fueran espacios que nunca antes han sido percibidos. Hasta el momento de ser mirados carecían de existencia para la mirada estética[16], pero esas imágenes que González ofrece son transparentes en la medida que todavía no pertenecen a la memoria cultural construida con modelos y estereotipos culturales, sino que están esperando a convertirse en paisaje. Su culminación se dará a partir de la condensación de la memoria cuando el observador establezca un vínculo natural y silencioso con ellas. Pasan así, de imagen transparente y silenciosa a imagen poética.
Debido a esta sincronía, la noción de obra acabada no podemos pensarla en relación al proyecto estético de este creador. Su vinculación a la naturaleza como entorno de representación en el que los sujetos han evolucionado hacia formas vegetales no permite poner un punto y final a la eclosión de imágenes poéticas. Esto define la relación entre sujeto y entorno que en realidad atraviesa toda la producción del artista, con un desarrollo constante que trata sobre la incapacidad que “tenemos para leer la realidad a un golpe de vista”[17]. Su obra está compuesta de largos episodios que aparentemente carecen de vinculación, pero el puzzle que ha ido creando en estos años cuenta una forma de relación con el mundo a través de fragmentos que pueden ensamblarse incluso desde la presión. La naturaleza de esta fuerza ejercida es exterior y pertenece a la persona que contempla.
La obra de Gonzalo González está vinculada a la agencia de la cultura, que
trata sobre las reacciones y
adaptaciones que se dan en relación a la producción de lo cultural frente a lo
tecnológico. En ella se construye una percepción del territorio que le da la
máxima importancia a lo imaginario en el paisaje con el objetivo de expandir el
espacio dentro del entorno. “Ese espacio expandido es la naturaleza en su
estado intensificado. Esta intensificación viene dada por el acto de mirar que
es transformador y que constituye lo que llamamos “mirada cultural”[18]. A través de ese acto,
entramos en medio de algo que ya está ocurriendo mecido por el rumor tranquilo
de un viento suave. Así, y suponiendo que este debe ser el lugar de encuentro,
lo natural intensificado provoca una dualidad entre lo visto y lo percibido
justo en el espacio temporal que hay entre los ojos abiertos y cerrados. En ese
lugar liminal es donde se escucha tranquilamente el viento entre los pinos, y
ahí Gonzalo nos dice: Ya estás dentro.
[1] This Must Be the Place es una canción dentro del disco Speaking in Tongues del grupo Talking heads lanzado en el año 1983.
[2] Moya Pellitero, Ana Mª. (2011). La percepción del paisaje urbano. Madrid: Grupo editorial siglo veintiuno. Pág. 21.
[3] Stoichita, Víctor I. (2000). La invención del cuadro. Arte, artífices y artificios en los orígenes de la pintura europea. Barcelona: Ediciones del Serbal. Pág. 51.
[4] Moya Pellitero, Ana Mª. (2011). La percepción del paisaje urbano. Madrid: Grupo editorial siglo veintiuno. Pág. 180.
[5] Ídem. Pág. 183.
[6] Ídem. Pág. 316.
[7] La metáfora histórica del hilo rojo es retomada en la obra de W. Goethe Las afinidades electivas, una historia atravesada por un hilo imaginario que relaciona a todos los personajes, los espacios y el tiempo. El propio Goethe en su obra lo describe así: “Hemos oído hablar de una costumbre particular de la marina inglesa. Todas las cuerdas de la flota real, de la más fuerte a la más delgada, están trenzadas de tal manera que un hilo rojo las atraviesa todas; no es posible desatar este hilo sin que se deshaga el conjunto, y eso permite reconocer hasta el más pequeño fragmento de cuerda que pertenece a la corona.”.
[8] Gras Cruz, Irene. (2017). Cy Twombly: Intérprete de dos mundos. [Un artista entre Estados Unidos y Europa, entre lo clásico y lo contemporáneo]. (Tesis Doctoral). Universidad de Valencia. Pág. 240
[9] Ídem. Pág. 456
[10] Moya Pellitero, Ana Mª. (2011). La percepción del paisaje urbano. Madrid: Grupo editorial siglo veintiuno. Pág. 22.
[11] Ídem. Pág 155.
[12] Extracto de la conversación mantenida con Gonzalo González en su estudio -Tenerife- la tarde del 29 de enero de 2019 en relación a su obra.
[13] Ídem
[14] Stoichita, Víctor I. (2000). La invención del cuadro. Arte, artífices y artificios en los orígenes de la pintura europea. Barcelona: Ediciones del Serbal. Pág. 52.
[15] Fubini, Enrico. (2005). La estética musical desde la Antigüedad hasta el siglo XX. Madrid: Alianza Editorial. Pág. 33.
[16] Moya Pellitero, Ana Mª. (2011). La percepción del paisaje urbano. Madrid: Grupo editorial siglo veintiuno. pág. 90.
[17] Recuperado el 3 de enero de 2019 de, http://www.eldia.es/cultura/2015-05-09/12-unico-preocupa-es-hacer-Gonzalo-Gonzalez-estupendo.htm
[18] Moya Pellitero, Ana Mª. (2011). La percepción del paisaje urbano. Madrid: Grupo editorial siglo veintiuno. Pág. 56.
Texto para el catálogo de la exposición de Gonzalo González «Estar aquí es todo» en TEA Tenerife Espacio de las Artes del 20 de junio al 20 de octubre de 2019.